Una invitación, una pregunta y varias respuestas.
Espíritu y gastronomía con Jeong Kwan en Mendoza y un encuentro con otras formas de habitar el mundo.
La experiencia única de probar la cocina de la monja coreada budista de Chef’s Table, Jeong Kwan, en Chozos Resort
Por Marcela Baruch
Es mediodía. Margaret Lee está sentada con su esposo, una amiga y dos jóvenes youtubers coreanos en el restaurante Barro Cocina, en el hotel Chozos Resort en Alto Agrelo, Mendoza. Todos limpian con cuidado grandes hojas que Jeong Kwan recogió junto al chef Diego Salvador esa mañana en el mercado de Mendoza. Ambos entran y salen de la cocina, junto a la chef argentina/coreana Sandra Lee que llegó desde Buenos Aires para ayudar con la cena.
Desde su episodio en la tercera temporada de Chef 's Table, Jeong Kwan, es reconocida en el mundo entero como la monja coreana cocinera. Viaja por el mundo ofreciendo cenas para dar a conocer la filosofía detrás de la cocina de su templo budista. En la televisión mostró como la base de su sazón radica en la paciencia, el potencial gustativo que desarrollan los fermentos con el tiempo. Vegetales como el kimchi (repollo fermentado en ajíes), raíz de loto, salsa de soja, miso, se lucen en preparaciones de presentación casi pictórica. Cada elemento se justifica en la mesa, como símbolo de reverencia. En la serie, Kwan habla de su niñez en el campo; de su salida de casa a los 17 años para encontrar libertad en la práctica espiritual y así no casarse; del ego y de la belleza depositada en las pequeñas cosas.
Desde los medios de comunicación cuentan muchas cosas sobre Kwan, pero es muy difícil transmitir su espíritu que, a pesar de la barrera idiomática, pues no habla inglés, proyecta una sonrisa abierta y alegre. Kwan llegó a Argentina por invitación de Margaret, a quien había conocido en una cena en Nueva York, después de convidarla con su vino mendocino Dragon Back. Si, esta budista toma vino, y lo explica de forma muy sencilla, entre risas: “Es un fermento de uva y nosotros comemos fermentos”. La sonrisa casi nunca abandona el rostro de Kwan. Demoró cuatro años en hacerse el tiempo para ponerle fecha a su viaje a Argentina, pero finalmente lo logró el pasado 20 de marzo.







Al pie del cordón del plata, la recibió Los Chozos, el hotel que Margaret abrió con su empresa Young Woo & Associates, el Grupo Armentano, y que creó el artista plástico local Sergio Roggerone. El empresario mendocino Nicolás Armentano explicó que el diseño llevó su tiempo, finalmente se inspiraron en las antiguas chozas de techo de bovedilla de Mendoza, con paredes de piedras y habitaciones de uno y dos cuartos de tamaños generosos, y gran cocina. Con lámparas opulentas y espejos, la estética kitsch se funde con elementos rústicos en una apuesta que genera sensación de confort y elegancia. Estas casas junto a un área de glamping concebida en forma de nido de hornero, suspendida en el viñedo, completan la experiencia del hotel en un terreno de 800 hectáreas de viñedos en Alto Agrelo, en Luján de Cuyo, que su dueña compró hace más de una década pensado para un retiro de amigos, y terminó por compartir con el mundo.
En el jardín del restaurante del hotel, al caer la tarde de ese día, cuatro periodistas hicimos ronda con Kwan y Sandra Lee (en oficio de traductora). Las preguntas eran directas, pero las respuestas estaban llenas de colores, la narrativa sonaba poética y encriptada, extensa y llena de metáforas. ¿Por qué le pedimos a la gente que se dedica al espíritu una cierta iluminación divina? A veces niña, a veces sabia, esta cocinera sortea preguntas más y menos simples, con despojo de ego, en intercambio, presente, agradecida, humilde.
El alimento es energía, elemento de una cadena que une todas las cosas.
Comer es vida. La comida del templo, explica Sandra, es fermentación, entonces, es microorganismos, no es una comida simple, es una comida muy compleja, hay un universo detrás de todas esas cosas.
“El alimento lo hace la naturaleza con energía. No lo hago yo. Con esa energía, yo también me muevo por la naturaleza. Si no tengo la energía para moverme, si no tengo la capacidad para respirar, la comida en sí misma no me la puede dar”.
Sin embargo, los fermentos que venían de Corea no llegaron a Mendoza. La monja tuvo que improvisar, y dejarse sorprender por lo que Mendoza tuviera para ofrecerle. “Encontró muchos alimentos familiares, y simplificó el camino. Me inspiré en unos tomates cherry”, contó. “Argentina es una tierra conocida para mi, porque el encuentro en cada viaje es con uno y cuando te conoces todo es familiar”.
En aquella rueda recordó su vida en el campo de niña en la que trabajaba en la tierra junto a sus padres para tener huerto
El menú. Kwan no come carne, salvo excepciones, sin embargo, en el menú junto a Diego Salvador harían una sinergia, en la que él proporcionó las carnes.






Té de pera y albahaca de bienvenida.
Cornalitos fritos de Barro Cocina
Cacerola de zapallito italiano con arroz dulce, nueces y semillas que se comía con cuchara, tomando todos los elementos, de Kwan.
Caldo de hueso y cabello de ángel con pan tostado, berros y queso regiato de Barro Cocina
Gelatina de bellota con mandú de cilantro de Kwan. El sabor de la gelatina era ligeramente terrozo, se comía junto con el mandú y un pasto de algas que realzaba el sabor de todo.
Berenjena Jeon con tofu sazonado de Kwan
Cordero Braseado con crema de papas y salsa harissa de Barro Cocina
Badoo Gongyang. Un plato tradicional del tempo compuesto de varios cuencos de madera y palitos muy finos, de textura suave, que la chef trajo de Corea. En cada uno, arroz, sopa de verduras, kimchi de pepino, tomates secos al sol, zucchini y espinacas deshidratadas, hongos pyogo. Cada vegetal se mezcla con arroz y se coloca en el caldo para hidratar. Un plato de sabores sutiles, de nuevo, elegante. apenas picante.
Para el final un recuerdo argentino de panqueques con dulce de leche, helado de chocolate, duraznos asados y frambuesa de barro cocina.
Le preguntamos a Sandra al finalizar la cena si la comida se parecía a lo que probó durante las dos semanas que estuvo en el templo en Corea, dijo que “la base del sabor de las salsas fermentadas durante muchos meses y a veces años, es el alma de la cocina del templo”. Habrá que ir… ¿quién viene?
Una invitación. ¿podemos comer en silencio?
En occidente entendemos a la mesa como un encuentro social, con un otro.
Los monjes comen en silencio, en profunda atención al único acto de comer. Durante esos minutos en lo que tuve la comida de Kwan delante desee que mi entorno se apagara, para concentrar mis sentidos en el alimento que mi cuerpo recibía.
Qué pasa si alguna vez nos animamos a tener ese encuentro en colectivo, pero en silencio.
La insoportable pesadez del ser.
Por Irene Delponte
En una mesa cercana a la mía, un hombre le insiste al mozo que le prepare dos huevos fritos con una tostada. “Dale, huevo me imagino que tienen, pan también, no les cuesta nada”. El mozo, a quien percibo un tanto incómodo, le explica al señor que no es él el que decide si su plato especial sale o no, que tiene que comunicárselo a la encargada de comandar el pedido, a la cajera y, finalmente, al chef. Estoy sola, intento leer pero el hombre de la mesa de al lado vocifera, con indignación nostálgica, que en el bar al que iba con su padre en una ciudad del interior, le hacían lo que pidiera. Pero este no es un bar del interior, pienso, y han pasado, al juzgar por su apariencia, no menos de cuarenta años de aquellas andanzas. El mozo vuelve y amablemente le explica al insistente hombre que se hará la excepción pero se da el gusto de decirle que no es tan sencillo como él cree. Hay un sistema de comandas que parten de una computadora y que está directamente enlazado con la facturación, por lo que agregar un plato “nuevo” una mañana de domingo, sí cuesta. Cuesta el trabajo de ingresarlo para que al cocinero de turno le llegue la información correcta, cuesta que esos datos se reflejen en la cuenta impresa (¿cómo se cobra un plato que no existe en el menú?), cuesta restar de stock productos que, tal vez, estaban considerados para otras recetas. Cuesta, no es imposible pero cuesta. Los restaurantes y cafés ya no son los bares del interior de antes, comedores familiares donde se podía improvisar un menú y las cuentas se entregaban en un papel manuscrito.
Pensé en el mozo, en su paciencia y en su flexibilidad. Decidí retomar la lectura pese a los gritos de mi vecino de mesa, que no podía, no digo permanecer callado, pero sí hablar más bajo. Pensé en nuestra forma de habitar el mundo, en los gestos que consideran –o no– a los demás. No pude leer. La voz del hombre me abrazaba como una nube sonora hipnotizante. Le trajeron su pedido. Para comer, se sacó el chicle y lo pegó, bien pegado, en el borde del plato de su café. Pensé en el mozo.