Leé esta entrega escuchando “Musas”, el disco-homenaje al folclore latinoamericano, de Natalia Lafourcade.
La discusión cotidiana imperecedera.
Por Irene Delponte.
Hay un universo que surge en la mesada de la cocina. Cada pieza o ingrediente dispara sobre el vidrio de mi memoria, que se astilla y ramifica. Sobre una tabla pelo las uvas moradas de un racimo abundante. Las corto al medio y les retiro las semillas con una pinza quirúrgica que conseguí en un lugar donde venden instrumentos para odontólogos. La piel sale sin mayores esfuerzos, de una sola vez. Santiago me observa con atención mientras me cuenta algo sobre Tom Ripley —así lo llamamos, por falso y esnob—, su cuñado. Veo de reojo cómo sobresalen sus pómulos, como se frunce su ceño. Escucho el sonido de su voz pero no distingo lo que dice. El racimo está repleto de uvas que se vuelven piel y carne sobre la tabla y monopolizan mi interés.
Cuando era niña, mi abuela le quitaba la piel y las semillas a las uvas. Ella era una señora elegante que le decía pepitas a las semillas, yo no me siento preparada para la pronunciación de esa palabra, tal vez algún día. Recuerdo verla de espaldas, completamente absorta en su espacio dedicado al corte y disección de uvas. Mi madre y mi tía, desde la puerta de la cocina, se quejaban en voz baja: “Cómo lo malcría a papá, cómo lo consiente, yo jamás me tomaría ese trabajo, que aprenda a comer uvas y separar las semillas como todo el mundo”. Yo las escuchaba y asentía con disciplina. Claro, claro, qué terrible, yo tampoco lo haría, pensaba.
La primera Navidad que pasamos con Santiago en el campo de sus padres, él me llevó a caminar por el monte. De su bolsillo sacó un racimo de uvas moscatel que comía de una manera ridícula porque decía que la piel ácida le daba escalofríos y las semillas le resultaban amargas al morderlas. Me lo explicó con seriedad y gracia. Hay algo espectacular en la cara de Santiago cuando cuenta algo importante pero sobre lo que al mismo tiempo puede reírse. Sus rasgos geométricos se exaltan, los huesos de sus mejillas le hacen una sombra paralela a su mandíbula y, junto a su nariz, todas las líneas convergen en su boca charlatana y adorable.
Cuando termine de pelar las uvas él me va a decir que si dejo la tabla sucia hasta mañana va a juntar mugre. Yo le voy a decir que estoy cansada, que a mi me da igual lavarla mañana. La va a lavar él. Yo no lavo. Ni guardo. Ni saco la basura. Y soy una pésima copiloto: me duermo, inexorablemente, cuando soy acompañante. Pero me entrego al ejercicio malcriador de pelar y deshuesar una por una sus uvas, que sobre la tabla forman una red capaz de atrapar memorias puntuales y esquivas. Emergen también una serie de recuerdos imperturbables: un hacha sobre un tronco, el corcoveo de los peces al morder el anzuelo, la discusión cotidiana imperecedera, el ruido incesante de moscas sobre la fruta.
Hablando de uvas, receta de clericó.
Frutas Frutas de estación o las que encontremos en el momento de las fiestas o las vacaciones a gusto (uvas, manzanas, naranjas, kiwis, duraznos, ananá, cerezas, damascos).
Azúcar (a gusto, opcional).
Vino blanco o rosado.
Hojas de menta fresca.
Pelar y cortar todas las frutas en cubos del mismo tamaño, aproximadamente de un centímetro. Colocar las frutas en una jarra de vidrio del tamaño deseado. Agregar el vino. El azúcar es opcional, ya que la fruta aporta bastante. Una cucharada por cada dos litros es lo recomendado. Mezclar con una cuchara de nylon o madera (no metal) y refrigerar por varias horas para que se asienten los sabores y se integre bien el azúcar. Retirar de la heladera y agregar las hojas de menta. Servir frío y con cucharón. Opcional: servir en una fuente, como si se tratase de un ponche.

Morelia en Boca y la Cocina Tradicional de Michoacán: Patrimonio Culinario de México y el mundo
Por Marcela Baruch Mangino
Hoy comienzan las celebraciones de día de muertos en México, una costumbre que el resto del mundo viene adoptando. Esta tradición celebra la vida de quienes ya no están, recordándolos, trayéndolos al plano terrenal para compartir sus platos y costumbres preferidas. Es un momento de celebración, que sorprendió a los locales cuando comenzó a captar la atención de extranjeros, y hoy forma parte de una de las principales atracciones turísticas del país. Los altares se preparan durante meses, las comidas semanas. Y en Michoacán, dicen, a orillas del lago de Pátzcuaro, se vive de la mejor manera.
Empiezo este texto con una confesión. Desde que tengo memoria, tengo el fetiche de coleccionar visitas a ciudades patrimoniales. Hace unas semanas conocí Morelia en Michoacán, México, ciudad fundada como Valladolid en 1514, y considerada patrimonio histórico de la humanidad desde 1991. En este listado que llevo, Michoacán era especial, porque para la Unesco, además de poseer un gran valor arquitectónico, encarna el paradigma de la cocina mexicana. El trabajo de las cocineras tradicionales por preservar sus saberes y cultivos fue la base del estudio para que, en 2010, la cocina mexicana fuera declarada patrimonio inmaterial de la humanidad.
“En el Estado de Michoacán y en todo México se pueden encontrar agrupaciones de cocineras y de otras personas practicantes de las tradiciones culinarias que se dedican a la mejora de los cultivos y de la cocina tradicional. Sus conocimientos y técnicas son una expresión de la identidad comunitaria y permiten fortalecer los vínculos sociales y consolidar el sentimiento de identidad a nivel nacional, regional y local. Los esfuerzos realizados en Michoacán para preservar la cocina tradicional destacan también la importancia que ésta tiene como medio de desarrollo sostenible”. Unesco 2010.
La excusa fue el festival Morelia en Boca, un evento de tres días que tiene ya 14 años, y que busca el intercambio de conocimiento entre las cocineras tradicionales michoacanas y la alta gastronomía local y extranjera. Este año el tema fue: La familia y la comida. En el Centro Cultural Clavijero, fundado por los jesuitas en el 1700, hubo comidas ancestrales, demostraciones, charlas, catas de vinos, cenas, exhibición de productos locales, tacos de carnitas, proyección de documentales desarrollados por el festival, y más actividades concebidas por el sommelier Fernando Figueroa y el arquitecto Fernando Pérez Vera , sus creadores, junto a un equipo entusiasta de organizadores.
Son pocos los congresos y encuentros de cocina que ponen en valor a los portadores de conocimiento ancestral, a la memoria viva del pueblo que habitan y menos aún que lo enaltezcan. En tiempos en el que como dice Jean-Fraçois Revel en Un festín de palabras (Tusquets, 1980), “la cocina colectiva desaparece para darle paso al individualismo”, este encuentro es un hilo de esperanza imprescindible.

En el escenario, Benedicta Alejo contó y mostró cómo hace su mole con hueso de la palta. Primero lo deja secar tres meses y después lo quema en la brasa. Finalmente, lo coloca junto a chiles y frutos sobre la piedra porosa del metate, y con el peso de su cuerpo, arremete con destreza y sin cansancio, hasta que estos ingredientes se convierten en una pasta.
Benedicta aprendió la receta de su madre, que la aprendió de su abuela y hoy la comparte con hijas, nueras y nietos en la misma casa de siempre. En medio de la preparación confiesa que esta preparación no está escrita en ningún sitio. Hasta el momento, en Michoacán no existe un registro de estas recetas vivas que pasan oralmente de una generación a la otra.
La historia de Benedicta se roba la escena, pero mientras demuestra el arte de su mole, una nueva imagen resignifica el escenario. Gerardo Vázquez Lugo del reconocido restaurante Nicos en Ciudad de México, apoya sus rodillas en el suelo frente a Benedicta y comienza a hacerle preguntas en busca de entender, con minuciosidad, su procedimiento, en un intercambio de conocimiento que da sentido a estos encuentros culinarios. Mientras, Maria Elena Lugo, su madre y socia, frena el discurso de Benedicta al escucharla decir que su cocina es pobre, y que por eso aprovecha hasta el hueso de la palta. “Rica eres, tienes tierra que cultivar, sabiduría para aprovechar tus cosechas. La abundancia del campo no existe en la ciudad”, le afirma. La lógica de las posesiones materiales nos aleja de la verdadera riqueza y libertad, tener tierra -aunque sea una maceta-, el contacto con la naturaleza, saber cultivar y cocinar.

Rosalba Morales Bartolo vive a orillas del lago Pátzcuaro, de allí toma cada día su majuga. Las abre y limpia, una por una, para después venderla cruda o frita a la gastronomía mexicana. Los charales, como les llaman los mexicanos a la majuga, son hoy un manjar muy apreciado que se puede encontrar en taquerías y en renombrados restaurantes con estrellas Michelin, pero no todos los limpian como Rosalba. “A mi no me quieren mucho, porque soy una fundamentalista de nuestra cocina precolombina”, dijo. En el intercambio con la colonización, la cocina mexicana incorporó frutos secos y otros ingredientes a su dieta, que se fueron sincronizando con sus recetas ancestrales. Para otros, estas comuniones son las que mantienen a la cocina viva y por lo tanto, vigente y patrimonial.
Para generar ese necesario intercambio entre pasado y presente, en Morelia en Boca cocineras y chefs comparten escenario en demostraciones culinarias; las cocineras tradicionales se turnan durante los tres días que funciona al festival para vender sus preparaciones; y un chef y una cocinera preparan un plato en conjunto dentro de un espacio central que reconocen como Cocina del humo -la cocina a leña es la fuente histórica de calor local, y por lo tanto el humo-.
La visita a Morelia duró tres días, los suficientes para demostrarme que preciso volver a tomar ruta entre valles con tiempo para detenerme en cada historia.
Qué importante es entender que la riqueza radica en el cuidado de la tierra, los alimentos, las tradiciones. En este sistema comunitario no falta comida ni habilidad para aprovechar todo lo que la tierra brinda. Estas cocineras tradicionales están en el lugar de donde nunca deberíamos habernos ido, con los pies y las manos en la tierra.
Quizás el desafío de cara al futuro sea aprender a no ser extractivo, a compartir. Recibir la enseñanzas de mujeres como Rosalba y Benedicta, que en este texto solo sirven de ejemplo y en ellas habitan tantas otras, es una buena manera de re-aprehender usos y costumbres para preservar la vida en este planeta.
Fotos: Pablo Sánchez para Morelia en Boca.
Bonus track: Documental de Morelia en Boca. Familia Velázquez.
Hola, muy linda edición de Sus-Trato. Me gustaría compartir algunas experiencias mías sobre Día de Muertos en Michoacan. ¿tienen ustedes un email? (yo no uso IG). Muchos saludos,