C-H-I-C-L-E
Por Marcela Baruch Mangino
Fue hace unos años. No recuerdo cuántos. Llegamos a la pizzería con hambre. Muzzarella, fainá y charla de amigas. Voraz, di el primer mordisco. Mastiqué, mastiqué y me ahogué en una arcada. Sentí cómo algo se pegaba en los dientes y ofrecía resistencia.
¿Tengo un chicle en la boca?, me pregunté. “Sí era es un chicle, no, no es mio”, pensé.
¿Cómo termina un chicle dentro de una pizza? Será que alguien lo puso ahí a propósito; fue personal o quedé yo en medio de un fuego cruzado entre los trabajadores del local. No soy clienta frecuente de este sitio, nadie me conoce aquí. A quién, en su sano juicio, se lo ocurre colocar un chicle dentro de una pizza. Sentí como cobraba vida aquel dicho popular de que no hay que devolver la comida en los restaurantes porque seguro te llega escupida. Esto fue peor.
Por supuesto, un chicle ajeno, masticado por otro, pegado a una pizza, no los afectó como a mi. A nadie le importó. Mis amigas rieron. Todavía reviso cada base de pizza de bar y rezo, con vehemencia, cual si fuera beata: “te pido por favor que venga sin yapa”.
Un comedor con historia.
Por Irene Deponte
En 1961, Segundo Santarelli y Gisella Buttus llegaron a Rosario (Santa Fe, Argentina) de su Chagás natal, un pueblo de la provincia de Santa Fe. En aquel momento, la esquina de Balcarce y Brown era conocida por su cercanía a la estación de trenes Rosario Centro, Rosario Norte, y el puerto. La ciudad, aún hoy, es el puerto cerealero más importante del país. Todo lo que sale de Buenos Aires, pasa por el puerto de Rosario.
Entonces, el comedor apenas era un almacén que visitaban los trabajadores del puerto y del ferrocarril. Cuenta Fernando Santarelli (nieto de Segundo y Gisella, hijo de Eduardo y Mercedes Báez) que, casi sin notarlo, el comedor se volvió un comedor luego de repetirse el grito de “Che, Secundino, ¿por qué no me haces una costeleta?” Fue en ese momento en el que el mostrador del almacén Balcarce se convirtió en una barra para el despacho de alimentos. En 1969 ocurrió el “rosariazo”, una serie de protestas, manifestaciones y huelgas en contra de la dictadura de Juan Carlos Onganía. El entonces comedor universitario cerró, inmediatamente, el bodegón Balcarce fue hogar de estudiantes. Lleno de trabajadores ferroviarios, portuarios, estudiantes, el comedor de Don Segundo y Doña Gisella decidió tener comida casera a precios populares. El espíritu de hospitalidad era tal, que los fundadores del comedor salieron de garantía de un estudiante y cliente del interior de la provincia que necesitaba respaldo para alquilar. El Balcarce vivió, en 1969, su primer auge.
Dicen que si en Rosario te subís a un taxi y le decís “al vómito, por favor”, te lleva, sin preguntar, al comedor Balcarce. Ok, “vómito” no es un nombre simpático, a simple vista, más bien lo opuesto, pero el mote surgió, precisamente, por el tamaño de sus porciones. “Es que comes hasta vomitar”, explican los que ya saben, como quien cuenta una leyenda.
Eduardo, hijo de los fundadores, continuó el negocio de sus padres junto a su esposa Mercedes Báez mientras criaban a su pequeño hijo, Fernando.
Debo decir que a Fernando lo conocí hace muchos, muchos años. Él tenía unos 14 años y yo 18. Él organizaba recitales de bandas punk y se escurría en la escena de hardcore-punkrockers rosarinos. Con una actitud emprendedora y sin vergüenza, llegaba, repartía volantes, se hacía amigo de “los grandes”.
Hoy, al comedor lo rigen Eduardo y Fernando Santarelli. Eduardo está detrás de la barra, toma pedidos, tira cerveza, prepara lágrimas y capuccinos. El comedor es, exactamente un comedor, un bodegón, como se le llama popularmente. Paredes de lambriz, barra de acero, heladeras con puertas de madera, botellas vacías, escudos de fútbol de adorno. El plantel de mozos usa delantal “de mozo”, como antes, y toma los pedidos en notas manuscritas en libretas de papel. El menú es interminable, como todo buen bodegón, y se destaca la tortilla de papas, la suprema Maryland, la empanada de carne dulce, las papas “rejilla” y el matambre a la pizza. Ofrecen vino de la casa y sifones de soda. Pero Fernando, la tercera generación de gastronómicos de su familia, sigue siendo el joven inquieto que fue hace veinte años y trata de “mechar”, entre tanto plato de bodegón, algo un poco más “gourmet”. Por ejemplo, tienen en la carta con una milanesa napolitana de carne de búfalo traída de un campo de Corrientes. “La carne de búfalo es magra, muy magra”, dice Santarelli, y Sustrato lo confirma: es magra y de un sabor suave, indistinguible de una milanesa de lomo. Además de generar encuentros con cocineros amigos para mover la aguja gastronómica de la ciudad, Santarelli apuesta a una mejor carta de vinos, al empleo de pesca de río, y verduras de estación. Si bien la idea es mantener el bodegón con forma de bodegón —¿por qué cambiar algo que funciona, ¿no?— buscan comenzar a transmitir, a partir de la carta, qué otras ideas son posibles.
Las mesas del comedor tienen dos manteles, como debe ser, y sirven “mignons” para hacer boca mientras llega la comida. Casi todos los que llegan tienen reserva o esperan su turno. Los fines de semana, a partir de las 13:00, el bar no se detiene. Mesas llenas, gente esperando pedidos que realiza de forma telefónica o a través de alguna aplicación. El comedor es rico, abundante y barato. ¿Cómo lo hace, en una economía inflacionaria? Mitad malabares, mitad volumen. Fernando Santarelli habla con sus proveedores para que intenten mantenerle el precio: un día cualquiera, entre semana, compra entre 150 y 200 porciones de carne para milanesas. Y ese es sólo un número.
Un sábado de octubre y de lluvia pedí: una porción de ensalada rusa, lengua a la vinagreta e hígado encebollado. Todos son platos clásicos del comedor. La ensalada rusa no era hecha con congelados, y tenía la cantidad justa de mayonesa, la suficiente como para que se sienta el distintivo toque ácido y cremoso.. Bien aderezada y con el adorno de perejil que se merece (porque, en este caso, amerita, y se come). La lengua a la vinagreta estaba tierna y correctamente aderezada. El hígado encebollado, de sabores intensos y texturas bien lograda, es muy fácil que un bife de hígado se pase y seque, no dejó lugar para que pudiera comer el postre —un clásico flan con dulce de leche— entero.
Por una porción de ensalada rusa, una de lengua a la vinagreta, un hígado encebollado, dos sodas, un flan y dos cafés, la cuenta fue de $AR 25.000 (octubre de 2024).
Fernando Santarelli, con su avidez por los negocios gastronómicos y su naturaleza emprendedora, planea la reapertura de Negre, un bar en la zona de Pichincha, no muy lejos del comedor Balcarce, con una propuesta más ambiciosa. Con coctelería y cocina de estación, materia prima local —va a ofrecer un embutido de surubí de la mano de Corte charcutería— y una cava de vinos regionales seleccionados, planea posicionarse en una ciudad que le da la espalda a su producto más abundante: la pesca de río. En
Negre, Santarelli plantea “una experiencia innovadora que destaque la biodiversidad de la región a través de platos creativos, enmarcados en un sistema de producción ética y regenerativa”. A corto plazo, el propósito es establecer una conexión más profunda con la comunidad local y sus productores, mientras que a largo plazo busca posicionarse como un referente en Rosario como gastronomía sustentable y educación alimentaria. “Nuestra misión es re-imaginar el futuro gastronómico, donde cada plato no sea solo una creación culinaria, sino un acto de responsabilidad con el entorno y la comunidad.”